Parece que fue ayer (I): Suelo perverso, ideas húmedas

23 de octubre de 2009

Era una noche de festividad, un grupo de jóvenes reunidos para celebrar el comienzo del curso. Antes del jolgorio viene la preparación, para unas es engalanarse y pintarse hasta perder el concepto de uno mismo y para otros es beber cerveza para encontrar el no concepto del resto. Fotos por aquí, fotos por allá. La noche se presenta con temores: nunca fui partidario de las fiestas hermanadas.

El destino era un bar arrendado para celebrar una barra libre privada. De camino al mismo, las primeras gotas de lluvia se esparcen por nuestras cabezas; lluvia fina que no hace temer nada poco deseable. Ya en el bar, bebidas de toda clase: vodka, ginebra, whiskey, ron… camareros torpes más pendientes de vigilar lo que ocurre que de cumplir sus funciones como tales, aunque quizás su función primera fuera intentar conservar el triste mobiliario.

Los primeros cubatas ya han caído, las risas suben de tono a cada momento, el ambiente se empieza a caldear. En este punto, solo cabe la solución de beber a solas para, de una forma u otra, intentar conservar la independencia de uno sobre el grupo dentro de la fiesta. Pero no solo eso es necesario, también se requiere de soltar varios comentarios sórdidos sobre la sociedad para que la gente te tome por bicho raro y, seguidamente, se alejen de ti. Otro vodka ha caído, ya van...

Más gritos, más alegría. Uno dice: “¿Has visto eso?”. Otro contesta “¡Mola!”. En verdad, eso es lo que ellos creen que dicen porque solo un batiburrillo de palabras inconexas es lo que escucha cualquier agente externo. Yo prosigo mi postura inane junto a la barra; contemplo a las chicas y procuro ser levemente simpático, aunque con un poco de desprecio que nunca viene mal. Tampoco eso dura mucho, la paciencia y las mujeres nunca los concebí como ideas vinculadas.

Al final me canso, no soporto a la gente que en su estado de ebriedad intenta charlar contigo cuando de continuo jamás se pararían a mantener algo más profundo de: “¡Hola! ¿Qué tal?”. Salgo a ver cómo se está afuera, sigue lloviendo someramente, finas gotas humedecen mi pelo. Decido volver a entrar: prefiero alcohol en mi sangre que agua en mi cabeza.

A pesar de todo, soy un ser social e intento inmiscuirme dentro de algún grupo, el que me pueda ser más afín. No fructifica mi vano intento, la gente es rencorosa incluso cuando no son capaces de discernir más allá de lo que su cerebro imagina como realidad, puesto que no le llegan suficientes impulsos nerviosos. Para la manada soy en este momento un ser hostil, alguien al que expulsar.

Como soy buen tío, me piro pronto, les dejo con sus mierdas. Me salgo a la calle, la suave lluvia continúa. Junto a la puerta del garito, hay un grupo de personas postradas contra la pared, decido mantener algún tipo de conversación. Me cuentan que vienen de una fiesta de bienvenida de la universidad, alguna que otra banalidad y chascarrillos sobre drogas blandas. Me preguntan qué coño hay dentro del garito que no les dejan entrar, les respondo que hay una fiesta privada con barra libre. Ahí están las palabras claves: “Barra Libre”.

En este preciso instante soy doblemente estúpido: los de dentro no me quieren ni ver y los de fuera me quieren para que les saque bebidas; al menos, pienso, la conversación va saliendo adelante. El siguiente paso es concentrarme en el sector femenino, no hay duda. El disimulo nunca se me dio bien y una chavala me exhorta: “Todas tenemos novio menos ella”, prefiero no hacer caso.

A continuación encuentro dentro del grupeto a una chica con acento argentino y, rápidamente, focalizo la conversación: “¡Oh, eres argentina! ¿Conoces Martín (Hache)? Esa película me encanta”. A lo que María Ronalda -nombre extraño, cierto- contesta: “Sí, está bien, pero prefiero Nueve Reinas, ¿la conocés?” Ahí me lamento, no he visto la película. Mas no me dejo desfallecer y, tras haber pensado en Martín (Hache), me autoproclamo: “Soy un lúcido, ¡adelante!”.

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